Son infinitas las palabras que se podrían utilizar para describir estos días, sin embargo, el agradecimiento que siento hacia Dios por brindarme la oportunidad de vivir una experiencia así, hace que gratitud sea la primera que me venga a la cabeza.
Comencé la peregrinación con nervios e innumerables dudas, tanto de fe como de si iba a merecer la pena realizar el largo camino que teníamos por delante. Para ser sinceros, hubo momentos duros en los que solo pedía a Dios que un árbol nos protegiera del sol tortuoso o que una pequeña brisa nos aliviara el cansancio. Y no ocurría. El agotamiento físico no era mitigado por las súplicas. En ese momento no lo entendí, ahora soy consciente de que obtuve algo mucho mejor que un alivio momentáneo: amistades que me hicieron seguir adelante aportándome la energía suficiente para superar todas las cuestas y que en apenas días se hicieron un pequeño hueco en mi corazón.
Dios me permitió conocer a gente que sació mis inquietudes, me dio la oportunidad de abrazar, aprender, cantar, bailar, reír y llorar junto con personas de todas las razas y colores que compartían una creencia, al igual que pude presenciar miles de sonrisas repletas de felicidad que provenían de una misma fe y que daban años de vida.
Puede que hayan sido diez días realmente intensos que ahora parezcan un efímero recuerdo, que sean un pequeño vacío en el pecho cubierto de cierta melancolía, pero por encima de todo ha sido un impulso lleno de esperanza y de un deseo común de predicar la Palabra hasta en los lugares más recónditos. Es el momento, como dijo el cardenal Marto, de gritar a pleno pulmón que somos cristianos y de contagiar la felicidad que Dios nos ofrece día tras día. Es el momento de trabajar por un mundo donde exista una fe sempiterna, donde nos queramos, donde sonriamos ante la adversidad y sobretodo donde el amor prevalezca.
Levántate y alza la voz.
Blanca Pérez Coderque
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